domingo, 25 de marzo de 2012

¿Hasta cuándo vamos a esperar?

El trabajador de esta época sufre por Platón. A causa de él. Y por el cristianismo, que bebe en sus fuentes. Con esos mimbres, el Capitalismo supo extraer el corpus ¿moral? suficiente para canibalizar como lo está haciendo la carne del proletario. Del currito. Nuestra carne, vamos.

Podríamos definir el propósito del Capitalismo, del Neoliberalismo, el dios Jano de dos caras, derecha y socialdemocracia, como el de la reducción a la mínima expresión de las necesidades del trabajador (y diciendo necesidades puedo decir derechos); la supresión máxima de sus placeres y/o pasiones y la condena a ser una máquina de carne y hueso que produzca sin tregua.

Todo ello, y no hay crítica sin autocrítica, no podría haber cristalizado en nuestro momento actual sin la abnegada colaboración de las clases trabajadoras que, engañadas por el espejismo del “estado del bienestar” proclamado de forma taimada y defendido por la socialdemocracia colaboracionista que tanto y a tantos moderados simpatizantes de izquierda ha engañado, creyeron en él y contribuyeron a la locura en que estamos ahora inmersos. La  aparente pasividad del liberalismo económico en los últimos veinte años (derrotado, que no vencido) que significó la arrolladora implantación de regímenes socialdemócratas nació la locura de las clases trabajadoras, que aprendieron a amar el trabajo hasta agotarse en él, en pos de unas promesas de “bienestar” que no eran sino una trampa (la “sociedad del espectáculo” de Debord).

Y aquí estamos. Rodeados de complacidos votantes mayoritarios de la derecha, que buscan en el veneno el remedio contra el envenenamiento, haciendo fuerte al sistema que ha hecho del trabajo la causa de todas las degeneraciones intelectuales y orgánicas que sufrimos en la actualidad. Trabajadores votantes en la actualidad de la derecha más reaccionaria y revanchista, que siguen traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, cambiando su voto y pervirtiéndose así por el dogma del trabajo. El que tienen. El que han perdido. El que están buscando. El que no llega. Sin darse cuenta de que todas las miserias individuales y colectivas que estamos sufriendo proceden de la pasión que muestran por el trabajo.

Irónica contradicción. Apasionados por lo que más frena las pasiones más nobles del hombre. Haciendo bueno a Napoleón cuando decía aquello de que “cuanto más trabaje mi pueblo, menos vicios habrá”. Trabajamos para que aumente la miseria y la dependencia del trabajo. Convertimos la miseria en el dios absoluto, en la ley máxima. Esa miseria que es sinónimo de hambre, hambre que deviene en presión pacífica, silenciosa, incesante y que termina siendo la motivación más limpia, natural y lógica para entregarnos con la cabeza gacha y vencidos al trabajo, a la fábrica, al taller. Estrategia triunfadora del Capitalismo, del Neoliberalismo, de los Mercados: teniendo al hambre como aliado, se evitan tener que promulgar antipopulares leyes que generarían penas. Penas que desembocarían en violencia. Y hay que evitar el ruido. Podría despertarles por la noche, mientras duermen en sus mullidos colchones, con sus pijamas de diseño, al lado de sus mujeres de diseño, en sus urbanizaciones de lujo.

Y así, se trabaja sin cesar. Se trabaja para aumentar la riqueza social (dicen los que confunden las grandes palabras con sus particulares prebendas y sus muy secretas cuentas bancarias en el extranjero) aumentando las miserias individuales. Se trabaja sin cesar para aumentar la pobreza; de esa manera nos dan más razones para seguir trabajando; de tal forma que en nuestro haber sólo vemos incrementarse la miseria y el endeudamiento.

Gran jugada del Mercado. Sus gurús, sus economistas, sus intelectuales (si en la derecha puede encontrarse tal adjetivo, que yo cambiaría por tácticos o estrategas) han conseguido que los currantes se hayan entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo. Se inventaron los mandos intermedios y las escalas, y les hicieron creerse la fábula de la lechera. Nos han conducido repetida y sistemáticamente a crisis industriales y financieras que han convulsionado (repetida y sistemáticamente) el organismo social. Han, hemos, producido. Producimos en tal exceso que ya hace tiempo los excedentes eran difíciles de colocar: no había tantos compradores. Eso provocaba cierres de empresas, que excretaban heces (parados), que pasaban hambre. Sorprendentemente, ese exceso de trabajo que causaba la miseria del trabajador, se imponía durante los ciclos de (supuesta) prosperidad.

Y los trabajadores, de nuevo equivocados, en vez de aprovechar estos momentos de crisis para forzar una distribución general de los productos y servicios que hemos fabricado, buscando un merecido disfrute general, nos limitamos a llamar, tímidos y desesperanzados, a las puertas de los despachos de recursos “humanos” pidiendo (con las orejas muy gachas) una oportunidad al patrón. Vendemos nuestra fuerza de trabajo (sin límite de horas o días) por la tercera parte del precio que cuando teníamos un mendrugo de pan que llevarnos a la boca. Y los patronos, complacidos, misericordiosos, buenos como son, se aprovechan de la situación tan arduamente planificada por ellos mismos y, tras conseguir ayudas económicas de gobiernos y banca (con la promesa de fomentar empleo) se aprovechan del desempleo para fabricar más barato.

Y estas crisis que siguen forzosamente a los períodos de bonanza, además de traer un desempleo forzoso y una miseria sin salida, acarrean también la bancarrota económica, progresista y moral de todos los países. La Derecha, el Mercado, es inteligente. Ya no se viste de azul. Ya no se distingue. El microfascismo es la clave. Se imbrica en todos los intersticios de la vida. Está al acecho. Y en cuanto ve la ocasión, ataca. Y no le importa perder aparentemente terreno (las conquistas sociales del proletariado); no le importa tardar (pueden transcurrir décadas en la sombra); en cuanto tienen la oportunidad (o la fabrican, como en esta crisis), recuperan el terreno perdido transmitiendo consignas revanchistas a los gobiernos títeres que ellos mismos van paulatinamente aupando en cada país. ¿Les hemos tenido engañados y despistados pensando que ganaban terreno –leyes para regular la interrupción del embarazo, leyes para regular el matrimonio del mismo género, leyes para mejorar la asistencia sanitaria universal, el acceso a la educación, etc. –?, déjales. En cuanto se sientan seguros, lo cambiamos todo. Es sólo esperar. Las mayorías absolutas sirven para eso.

Y tenemos que pararlo. Debemos tomar, los trabajadores, conciencia de nuestra fuerza. Es preciso que dejemos de lado los prejuicios platónicos de la moral cristiana, económica y librepensadora. Retornemos a nuestro estado natural. Liberemos nuestros instintos. La moral que nos han inculcado es perversa. El trabajo desenfrenado es una plaga. La más terrible con la que se puede haber castigado a la humanidad. Existen medios y fórmulas para reducir las jornadas laborales. Para dar el tiempo libre necesario a los ciudadanos para experimentar los placeres del ocio. Los placeres beneficiosos para nosotros como organismo que derivarán en un corpus social placentero.

Y para no caer en el ludismo, debemos abandonar esos prejuicios. De ellos se deriva la identificación de la máquina como enemiga. Ese error en el que intencionadamente nos hicieron caer creando en nosotros una pasión tan ciega, perversa y homicida por el trabajo que creímos vencer si competíamos contra ellas. Por ese error, nos hicimos sus esclavos y las transformamos en los peores instrumentos de esclavitud para los hombres libres. Emprendimos una ciega y loca carrera para competir contra ellas. Teníamos que superarlas. Teníamos que producir más. Y conseguimos empobrecernos más. El error fue persistir en el error a medida que ellas se perfeccionaban.

Su perfección contribuía a destruir el trabajo humano de forma rápida y precisa. Nuestro error fue no tomar provecho de ello prolongando nuestro descanso en la misma medida que ellas aprendían a hacer (mucho mejor) nuestro trabajo. Todo lo contrario, redoblamos (al mismo precio) nuestro esfuerzo por querer competir contra ellas.

Aún así, para no dejar resquicio posible de salvación al trabajador, el Mercado tomó la decisión de alienar a los trabajadores en aquella situación en la que, liberados de la opresión del entorno laboral, creían estar libres; creían ser dueños de sí mismos. Y con la habilidad que le caracteriza, el Capital creó un nuevo modo de alienación de los trabajadores fuera del tiempo de trabajo, colonizando el tiempo de ocio. El objetivo: expropiar el tiempo total de vida del trabajador, puesto que el ocio puede generar también plusvalías valiosísimas al Mercado, convirtiéndoles en masa de consumidores pasivos y satisfechos (espectadores, diría de nuevo Debord, que asisten a su propia enajenación sin oponer resistencia alguna). Por tanto, se crea una industria de entretenimiento para rentabilizar (con altísimo aprovechamiento) el poco ocio de que puede disponer un trabajador. Resultado: productos de “cultura-basura” que son percibidos (a través de un potente aparato publicitario) como absolutamente necesarios para ser reconocido como un “ser humano competente” con una riqueza aparente (proliferación de iGadgets) en el corazón más profundo de la verdadera miseria de la vida cotidiana.

Salgamos de ese círculo. Reclamemos el derecho a vivir. Rechacemos los mecanismos que nos seducen para “pasar el rato” (un pasar el rato alienante que nos impide vivir) y no para ser nosotros mismos. Para aprendernos. Para sabernos. Para conocer a nuestros familiares y amigos. Para adquirir conocimiento y pensamiento crítico.

Estoy hablando de una nueva revolución. Una nueva revolución de los trabajadores. Propugno el control de mi propia vida. Lucho contra la cotidianidad. Pero de esa revolución hablaremos en otra entrega.

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