jueves, 15 de marzo de 2012

Hacia el Poniente

La playa está solitaria. Por fin ha salido el sol, tímido, sin fuerza. Pero la luz lo llena todo aunque hace frío. En la orilla, un niño de no más de tres o cuatro años se empeña desde hace un buen rato en apedrear a las olas. Su padre le acompaña y con paciencia vigila los torpes pasos, que muestran un especial empeño en perder el equilibrio cada vez que el niño se inclina, sin doblar las rodillas, a recoger una piedra más. Las elige girando sobre sí mismo, dando la espalda al mar. Las coge a puñados, dejando que la arena húmeda, engrudada, se meta bajo sus uñas, resbale entre sus pequeños dedos con los que hace una criba seleccionando las dos o tres que quedan en su mano pequeña y gordezuela. Con un gesto torpe, dificultado aún más por el chaquetón grueso que lo apresa, acerca la mano libre a la palma de la otra y elige la piedra que va a lanzar. Vuelve a girarse en redondo hacia el mar, trastabillando, y lanza con todas sus fuerzas el proyectil. En cada lanzamiento pierde el equilibrio y cae de rodillas en la arena. En cada caída, las manos de su padre le agarran y, con dulzura, le ayudan a recuperar la posición. Así, poco a poco, pasean ambos hacia la puesta del sol, de levante a poniente, en una ceremonia que se repetirá hasta que el niño se canse o se canse el padre.

Y espectador lejano a la escena, se me antoja esta como una paráfrasis de la niñez, de la juventud, de la vida. En el mejor de los casos, desde niños y bajo la tutela de nuestros padres empezamos a percibir nuestra pequeñez ante el mundo, nuestra debilidad ante la vida. En la niñez nos creemos capaces de apedrear al mar, o a la vida, de domeñar su fuerza, de atemorizar al monstruo que, intuimos, habita en su interior. La inmensidad del enemigo no nos amedrenta. Con nuestro padre al lado nos sentimos seguros, protegidos. Nada nos puede pasar pues nuestra guardia personal vela por nosotros...

Y desafiamos al mar, a la vida, dándole la espalda. Pensamos, creemos que somos eternos, que el tiempo está de nuestra parte. Que somos invencibles. Y tenemos infinitas balas para disparar al enemigo; podemos incluso elegir las que más nos gustan para encararle. No nos rendimos, no doblamos las rodillas. Podemos perder el equilibrio, dar con los morros en el suelo. No importa. El suelo es blando. Siempre lo es cuando somos pequeños. Y levantarnos tras la caída es sencillo. Tenemos todo el tiempo del mundo. Tenemos toda la protección del mundo. Siempre hay unas manos atentas, nobles, seguras y firmes que saben subirnos, levantarnos. Manos pacientes, que nos ayudarán sin importar el número de caídas que suframos. Que nos sacudirán la arena del suelo para que nos levantemos tan limpios e inmaculados como estábamos antes. Manos que a veces, incluso, nos darán alguna piedra que también habrán recogido de la arena, como queriendo recordar aquella lejana playa y aquella época remota en la que también se sintieron inmortales e invencibles, o que querrán acelerar la rendición del niño ante la inmensidad de la vida o del mar. Que las piedras no son suficientes. Ni por muchas ni por grandes. O quizá es que esas manos adultas empiezan a sentir cansancio y quieren volver ya a casa.

Y juntos, siempre juntos, entrelazadas sus vidas por sangre, por coincidencia planetaria o por algún azar del destino, ambos se encaminan, en ese momento como desde el momento de su nacimiento, hacia el poniente. Hacia el ocaso. El paso es firme en uno, vacilante en el otro. Pero es sólo cuestión de tiempo. Dentro de poco se invertirán los papeles. En ese paseo continuo hacia el poniente, el paso firme se transformará en vacilante y el inseguro, torpe, alcanzará su máximo vigor. Y el vigilado vigilará y el vigilante será vigilado.

Y siempre, siempre, el Poniente esperará a que ambos lleguen. Sin prisa. Sin pausa. Al final todos llegamos allá con nuestra moneda en la mano para entregar al Barquero. Todos subiremos en su nave y atravesaremos la laguna. Allá, en el Poniente.

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