sábado, 27 de diciembre de 2014

Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra

En 2012 publiqué una reflexión que titulé "Informativos deformativos" (a quien interese puede leerla aquí). En ella terminaba invitando a boicotear el "aparato informativo oficial" promoviendo una búsqueda inteligente de la actualidad, articulando como eje central el pensamiento crítico.
Desde hace unos días me martillea en la cabeza un nuevo aspecto de esta vergüenza: la pobreza como espectáculo. La degradación del ser humano como elevador de los índices de audiencia. Y ello es aún más evidente en estas fechas tan falsamente aderezadas de amor universal, tiempo de familia, paz en la tierra y demás sandeces adormecedoras producto de estudiadas técnicas de mercado.
De un tiempo a esta parte desfilan ante nuestros ojos interminables listas de encausados o imputados por delitos de corrupción. Gentes de corbata de seda y cuellos blancos, antaño respetables políticos y emprendedores hombres de negocios, hogaño entrando y saliendo de juzgados, cárceles o cómodas comisiones de investigación, pertinentemente investidos de la presunción de inocencia o cobijados bajo el aforamiento o aliviados gracias al seguro y futuro indulto otorgado por la camarilla en el poder.
Despreciables que pueden o no (ellos pueden elegir) ocultar su rostro ante la insidia de las cámaras o que gozan incluso de minutos de televisión o radio o de tribunas escritas en los rotativos o Internet. Milagros de la televisión digital y la pluralidad de canales afines a la casta, en los que vemos que, incluso con sentencias firmes en contra, no dejan de rodearles de un cierto aroma a charme y respetabilidad. Es como si el ladrón, por provenir de las altas esferas del poder -político o económico- representara en lo más íntimo un ideal al que no nos importara asimilarnos.
Rastreros bastardos a los que nos gustaría parecernos; tener lo que tienen, disfrutar lo que disfrutan, conocer a quien conocen...  Y es por ese aura que confiere la erótica del poder por lo que les hacemos concesiones de privacidad. Les permitimos ocultar sus rostros, levantar sus lujosos maletines cuando avistan una cámara para tapar sus caras, dejamos que sus abogados carísimos se interpongan entre ellos y el público, que gentes de su partido -cómplices y encubridores necesarios todos ellos- les rodeen y hagan de pantallas humanas para evitar dejar una instantánea de sus rostros bronceados, bien nutridos, pulcramente afeitados, debidamente hidratados y vagamente triunfantes, por saber que las penas impuestas son sólo cuestión de tiempo, que saldrán y volverán a lo mismo. Que sus amigos del alma les estarán esperando, al igual que el dinero que robaron. Que sus influencias no se perderán por el tiempo pasado a la sombra. Que el resto de la famiglia les espera con un plato de spaghetti bolognese el mismo día que pongan un pie en la calle para renovar los votos que les unieron en santa hermandad antes del tropiezo. Que entrechocarán las copas brindando al grito de ¡Cent'anni!, o ¡Que se jodan!. Y todo ello con nuestra aquiescencia.
Y como contrapunto, estamos haciendo que sus víctimas, la extinta clase media de este país que ahora rebusca en los cubos de basura, que hace colas interminables en los comedores sociales, que se agarra desesperada a los quicios de las puertas de sus casas recién desahuciadas mientras la policía de este régimen de terror tira de ellas agarrándolas por los tobillos, que ellas, en suma, sean los nuevos protagonistas de cada vez más minutos mediáticos. Con la diferencia de que ellas, las nuevas víctimas, los nuevos protagonistas de nuestras sobremesas televisivas, son asaltados con impunidad por estos reporteros de nuevo cuño (de los que merecería hablar en otra reflexión) allí donde son más vulnerables: en la mesa del comedor social, en las colas de las oficinas de empleo, a pie de los vertederos en los que se alimentan. Gentes que no pueden ocultar sus rostros demacrados por el miedo, el hambre o la incertidumbre. Rostros en los que nos vemos reflejados todos, bien por identificación, bien por posibilidad, bien por probabilidad, en fugaces instantes de empatía en los que sentimos dolor simpático y a los que sigue inmediatamente el alivio de sabernos momentáneamente a salvo de esa plaga que azota a los demás.
Pero con qué facilidad podemos pasar de nuestra mesa en nuestro comedor con nuestro plato caliente de lentejas a esa otra mesa metálica, atendida por monjas o voluntarios que vemos en nuestra flamante televisión.
Y es en ese morbo, en esa probabilidad, en ese filo, donde nos regodeamos. Mientras estemos en este lado de la vida, seguiremos regalando audiencia al morbo. Máxime si después, inmediatamente después de ese zarpazo de realidad, nos cuentan la preocupante escasez de nieve en nuestras principales estaciones de esquí. Entonces, y aunque no seamos esquiadores, torceremos el gesto en un rictus de frustración por no poder esquiar este año, aunque ni remotamente hubiéramos pensado en ello.