domingo, 29 de enero de 2012

La llamada

Algunas personas oyen su voz interior y viven sólo de lo que escuchan. Esas personas se vuelven locas o se convierten en leyenda. Para esta clase de personas, los períodos de gran calma, de aparente normalidad, de acatamiento de las normas del entorno que les acoge, siempre temporalmente, se ven bruscamente interrumpidos por "la llamada". Nunca es un hecho repentino. Suelen empezar a escucharla, suele asaltarles cuando la calma es más evidente, más aparente.

Al principio es un murmullo al levantarse una mañana, un suave parloteo apenas perceptible. Pero con el correr de los días el murmullo se hace estruendo, y ese estruendo degenera en vacío. Un vacío más parecido a sordera dolorosa que sobreviene cuando durante un tiempo se ha estado expuesto a una batahola de muy altos decibelios. Un vacío que llena la conciencia, que la puebla de deseos, de visiones, de metas no alcanzadas por haber sido sistemáticamente postergadas. El desasosiego triunfa y, entonces, el alma no encuentra acomodo. Todo lo cotidiano incomoda. Ningún agua apaga la sed. Ningún aire llena con plenitud los pulmones. Ningún cuerpo parece confortable. Todos los techos aplastan. Los fines perseguidos hasta el momento pierden su sentido. Parecen fines ajenos, como aceptados por ser parte del peaje que se paga en aras de la normalidad. De esa normalidad que viene dictada por la vara de medir de los otros, de los de fuera.

Y es entonces, cuando ya no pueden acallar esas voces, cuando la llamada acaba siendo una pulsión vital que amenaza locura, una necesidad dolorosa de tan acuciante, entonces se van. Desaparecen. Cortan amarras y parten. No huyen, porque no temen. Buscan. Se buscan. Buscan esa parte de su fragmentado ser que los recomponga, que los complete. Quizá esa piedra angular que dé paz y sentido al resto de su ser. Y aún sabiendo que con su partida dejan tras de sí un rastro de dolor, sospechas e incomprensión, no pueden remediar subirse al primer tren. La llamada está resonando con sonoridad grave y continua en rincones no conocidos del ser. Está doliendo de tan fuerte que repica. Hay que marchar. Irse.

Porque quedarse es anularse. Es morir en vida. La renuncia a uno mismo para dar felicidad a los demás. Hurtarse a los demás para que los demás reciban de ti una parte que no es la verdadera. Eso les impulsa a irse. No querer ser egoísta siéndolo en grado sumo. Los cariños, las relaciones, las implicaciones que se producen en los períodos de calma pesan como montañas cuando quieren alzar el vuelo. Pero terminan alzándolo, porque nada es más poderoso que la llamada. Y entonces viene la incomprensión y la duda y la desconfianza.

Pero ellos no están ahí para verlo. Saben lo que está ocurriendo y su sentimiento de culpa hierve. Pero están ya en camino. Desnudos. Habiéndolo dejado todo detrás de sí. Sabiendo que ya no podrán volver. Continúan su búsqueda. Buscan su yo, su espíritu, la paz... Y en la búsqueda aprenden. Repasan los hechos del pasado, los momentos vividos entre llamada y llamada. Los paréntesis "civilizados" que, intentando olvidar su condición de salvajes, han vivido. Y ese repaso, su exploración, les demuestra que nada cambia. Que la civilización y sus trampas no valen nada para ellos. Posiblemente sea una locura. Posiblemente les tilden de bárbaros por no adaptarse. Posiblemente.

Pero son los auténticos protagonistas de las leyendas más apasionantes, que son las no conocidas. Fantasmas que una vez estuvieron al alcance de tus dedos, porque alguna vez alguno se cruzó en tu vida, pro no pudiste asirlo. Almas libres, inconformistas, soñadoras, idealistas...  Seres que alguna vez han aparecido en tu vida de forma repentina y que, de la misma forma, desaparecieron. Pero dejaron rastro. En forma de luz y color, en forma de interrogante, en forma de duda. Protagonistas secundarios, quizá principales, de tus recuerdos de felicidad e infelicidad. De alguna aventura al límite. Causantes de que hayas descubierto una nueva manera de enfocar la vida, una nueva disposición ante los problemas, brindan a aquellos con los que se cruzan momentos de tal intensidad que jamás son olvidados.

Con los hombres, honor, amistad, compromiso, lealtad, justicia. Con las mujeres, amor. Pero no el amor al uso, sino ese otro que ya sólo existe en el imaginario romántico. Amor que las hace sentirse únicas, arrastradas al abismo, puesto que eso y no otra cosa personifican ellos. Y el abismo es atrayente. El tormento es delicioso. Lo no explorado atrae, impregna. Hace surgir la necesidad de explicarse y razonarse lo que se esta viviendo. Pero, en definitiva, terminan descubriendo que jamás podrán vislumbrar qué hay en el interior, en el fondo. Ellos siempre escapan al razonamiento, a la lógica. Porque saben de su lado oscuro, aún en el clímax de los sentimientos más desbordados. Saben de la fiera que dormita en los rincones más profundos de su ser, presta a despertarse. Lista para obligarles a emprender de nuevo el viaje, la búsqueda.

Dicen los bienintencionados que hay que medir las consecuencias. Dicen que los años se siguen cumpliendo, que se acorta el plazo de vida. Que no es bueno empezar tantas veces desde cero. En definitiva, que es mejor acallar las voces y conformarse. Morir en vida. ¿Acaso es preferible la engañosa tranquilidad de tener por siempre a vuestro lado a estos hombres muertos por dentro, que saberlos vivos y en pos de su piedra angular?  Esa es la gran infelicidad, la gran condena. Preferir el pájaro enjaulado, aunque no cante, al pájaro soberano en su libertad, bello en su alegría. Acaso, ocasionalmente, nos deleite con sus gorjeos y trinos porque arbitrariamente haya hecho parada en nuestro jardín. Y esos trinos serán doblemente preciosos, porque están impregnados de la belleza de lo efímero, como la música, como la danza.

¿No es preferible ese momento de deleite, excelso en su finitud, que toda una existencia al lado de un muerto en vida?

viernes, 27 de enero de 2012

La desazón

Recupero un escrito de diciembre de dosmiltres. Una mañana de ese mes, de repente, me acometió una extraña congoja. Un retortijón en el discernimiento que me convulsionó hasta el punto de tener que vomitar sobre el papel la causa de tamaño cólico. Un ataque originado al evidenciar el progresivo embotamiento de los sentidos de la mayoría inmensa de nuestros congéneres. Una honda preocupación al evidenciar, día tras día, cómo siguen pasando inadvertidos los estímulos más atractivos, los más enriquecedores, los más creativos, aquellos que devendrían en cavilaciones, reflexiones, puntos de vista y opiniones propias y, por tanto, objeto de apasionadas y fructíferas discusiones.

Nuestros cerebros, potencialmente extraordinarios, sólo son percutidos, sólo reaccionan, sólo recuerdan aquellos impactos que, bien por la intensidad, bien por la frecuencia, consiguen vencer su adocenamiento, apartar la telaraña producto de la indolencia o zaherir la neurona si se ha conseguido atravesar la densa capa de tocino que la recubre, ese sebo macilento que se desarrolla por la continua ingesta de hamburguesas y consignas mediáticas.

Sólo pensamos en flores (y ya ni eso) el día de San Valentín y el de los Difuntos. Sólo valoramos la limpia sonrisa de un niño si su boca está cubierta de moscas, sus ojos de legañas y lágrimas, su barriga hinchada, es negro y lo vemos durante unos segundos en la pantalla de la televisión mientras cenamos; incluso habrá algunos -los comprometidos- que en ese momento dediquen unos segundos a pensar sobre el hambre o las epidemias o las guerras que existen todavía en partes muy, pero muy remotas, de este mundo; tan lejanas que su humilde ayuda no llegaría.

Conozco multitud de ecologistas de salón, activistas de documental, capaces de torturar a sus allegados con la seria amenaza que para el sistema fluvial canadiense supone la esquilmación sistemática del castor y que, en privado, mezclan todo tipo de residuos en sus basuras. Me intriga también toda esa gente que decora sus paredes o las pantallas de sus ordenadores con impresionantes fotografías de montañas o playas o islas y luego son insensibles a asombrosas puestas de sol, portentosos amaneceres o tiernos revoloteos de pájaros o mariposas que se están produciendo allí mismo, ante ellos, y que podrían admirar con tan solo sacar la cabeza de su propio culo. Mirando. Viendo.

Miran, pero no ven. Hay que volver a ejercitar los sentidos. Deberíamos quedarnos ciegos temporalmente para volver a educarnos en el ejercicio de la mirada. Miramos sin ver. Hay que aprender a ver. Y a escuchar. Y a oler. Y a tocar. Y a pensar. La televisión, la prensa, la radio, debieran ser informativos, no deformativos. Me acojono cuando atisbo un futuro de adocenados catódicos, con un mismo sesgo pseudo-intelectual, dirigidos por un ente supremo. Me espeluzna Orwell. Me horripila el maquinismo. Hay que educar a nuestros hijos. Deben, deberán, saber elegir, saber decir no. Saber apagar la televisión. Recuperemos el sabor de la crítica, de la conversación, del pelo mojado por la lluvia. Recuperemos el hedonismo, el epicureísmo. Reivindiquemos al ser humano pensante.

domingo, 22 de enero de 2012

De la construcción de un juicio estético

Mañana en el museo. Con mis hijos. De forma intencionada les hemos llevado a la sección de arte moderno. Queríamos estudiar sus reacciones, oír sus comentarios, aprender con ellos.

¿Cómo convertirles en aficionados, en apasionados del arte? Ante un lenguaje complejo, como el que se desarrollaba en esas salas, ante sus predecibles reacciones y su (casi) rechazo, desplegamos nuestros intentos por darles un descodificador. Descodificador como traductor de lo que contemplan. Descodificador que les ayude a construir un juicio. Claro que hemos tenido que luchar contra iPhones e iPods y sus mensajes y músicas insistentes. Todo en esta vida es comunicación y, en este contexto, tanta tecnología es un puro ruido que dificulta que mis receptores preferidos consigan descifrar (ni tan siquiera oír) nuestro mensaje.

Pero no nos rendimos. Nuestro mensaje, nuestra intención es ayudarles a fabricarse un gusto (en esta ocasión gusto por el arte) de la mano de un juicio estético. No el nuestro, por supuesto. El suyo propio. Y para fabricarse ese gusto es imprescindible que aprendan a juzgar.

Para ello, la educación de sus sentidos. Para percibir arte en lo que estaban viendo de nuestra mano, apelamos insistentemente a sus sensaciones. Qué ven, qué perciben. Y veíamos y comprobábamos que se sentían perdidos, que no lo comprendían, que estaban confundidos. Y nos ha gustado. Nos ha gustado verles equivocarse, dar rodeos para evitar pronunciarse ante tal o cual cuadro. Incluso negarle la categoría de arte a alguno de ellos. Nos ha gustado seguir sin obtener resultados netos en esta nueva intentona.

Todavía es muy temprano. Hace falta más tiempo, hace falta más paciencia. Y humildad, por supuesto. Ya tienen el valor, nosotros la tenacidad y la determinación. El camino será más o menos largo, pero siempre habrá resultados según sea nuestro empeño y sus capacidades. Construir en ellos un juicio supone método y orden, además de una guía. En el colegio no educan así, pero nosotros sí podemos. Y ellos quieren.

Nuestras recomendaciones son siempre las mismas: frecuentad museos -tantas veces como podáis- en todas las ciudades que visitéis. Asistid con asiduidad a las salas de concierto y a los teatros de ópera de todo el mundo. Cuando paseéis por las calles, mirad hacia arriba a los edificios y disfrutad de la arquitectura. Parad en todas las galerías de arte que hay diseminadas por las calles y estad al día de todas las exposiciones que se celebren allí donde estéis. Escuchad emisoras de radio especializadas en la música en que os gustaría iniciaros. Bebed y comed, si es posible, vinos y platos de calidad. Y siempre, siempre, ejerced en cada ocasión vuestro gusto, emitid vuestras impresiones (bien públicamente de forma oral o en privado en forma escrita). Verbalizadlo contándoselo a vuestros amigos o a vuestros padres. Todo ello contribuye a la formación de vuestra sensibilidad, de vuestra sensualidad, además de vuestra inteligencia. Todo ello desembocará finalmente en la formación de vuestro juicio.

Así, con el pasar del tiempo, un día sin aviso, el ejercicio de vuestro juicio aparecerá, simple y sorpresivamente. Justo en ese momento descubriréis un placer ignorado por el vulgo profanador, por la inmensa mayoría. En cualquier caso seréis diferentes de los que se conforman, delante de una obra de arte, con reproducir los tópicos de vuestra época, de vuestros conocidos, de vuestros amigos o de vuestro entorno.

viernes, 20 de enero de 2012

De las bifurcaciones

Estoy en la sala VIP de la estación de ferrocarril de Atocha. En Madrid. De nuevo al encuentro de hormigas incautas que se acojan al demencial proyecto que tengo entre manos. A mi derecha, escribiendo incansable, apoyado en su obesidad y ceñido por una camisa azul, Carlos Carnicero. Periodista al que leo y de los pocos que merecen mi respeto. No hay tiempo para nada. Me llaman para embarcar. Algunas horas para leer, algunas horas para escribir. Solo. Con el recuerdo de mi pantera y el sabor de sus labios en los míos.

Hoy hemos desayunado juntos. Hacía muchos meses que no lo hacíamos. No entre semana. Algo bueno entre tanta mierda. Tantas prisas. Tanta basura. ¿Cómo irá hoy? ¿Con quién, con qué me encontraré? Al final, cambian las caras, cambia el entorno, pero todo sigue siendo igual. Mensajes indirectos en los periódicos. Presión demoledora. En los tiempos que corren, si con cincuenta años caes en las garras del paro estás condenado irremisiblemente a vagar por ese hades que nuestros próceres han preparado para nosotros, las putas hormigas.

Y uno no puede hacer más que lo que hace. Resistir. Luchar. Tragar toda la mierda que diariamente te sirven en bandeja para impedir que te arrojen fuera de esta balsa de la medusa. Agachar la cabeza cuando, en lo más profundo de tus entrañas te gustaría escupir en la cara de "esos" lo que te corroe por dentro. Hacerse cómplice de trapicherías, mamoneos y otras mierdas. Nadar intentando que, al menos, la mierda viscosa que te rodea no te llegue al cerebro. No cubra tus neuronas y te haga cambiar. Cuidar tu cueva. Blindarla para que las arremetidas del enemigo no derrumben tus defensas. Conservar limpios tus paraísos. Que son pocos. Tu estupenda mujer. Tus hijos. Tus libros. Tus cuadros. Tus esculturas. Tu música. Aquello que siempre ha contribuido a proteger tu integridad, a salvaguardar tu intelecto. Aquello que te ha hecho diferente.

El tren arranca. Me dejo mecer por la vibración que transmiten sus ejes. A mi alrededor, hormigas con alas (la categoría intermedia de las hormigas) están abriendo sus ordenadores. Todos a la vez, como impelidos por una única voz interna que resuena en todos ellos. Necesitan estar conectados con sus centrales para que les vean productivos. No vaya a ser que piensen lo contrario. Qué asco. Cuánta basura.

Leo en el periódico una frase que me impacta. Es de Gabriel Marcel, filósofo francés. Dice más o menos así: "cuando uno no vive como piensa, acaba pensando cómo vive". Y me hace reflexionar. ¿Me he planteado seriamente cuál es el sentido de todo esto? Es posible que mis fracasos deriven de este simple (no tan simple) hecho. ¿O este itinerario que estoy siguiendo es producto de una decisión nítida y categórica surgida de mi interior más enigmático?

En cualquier caso, habiendo otro factor incontrolable, no tiene mucho sentido enfocar este problema desde este ángulo. El entorno. Si el entorno muta, si las premisas iniciales no se mantienen, entonces las decisiones no valen. Y de ahí surge la necesidad de cambio. Cuando las paredes de la habitación comienzan a estrecharse, hay que salir de la habitación, antes de resultar aplastado. Así, uno reflexionó y decidió vivir como pensaba. Encaminó sus pasos por el camino que más se ajustaba a sus necesidades y preferencias. Apretando el culo, avanzó por él. Se internó por veredas, bosques, valles y montañas que le gustaron hasta que, súbitamente, al doblar un recodo, se encontró con un paisaje desolador. Todo había cambiado. Aridez. Sequía. Desolación. Tristeza. Este ya no era su camino. Aquí no disfrutaba caminando. Pero tenía que seguir. Pararse significaba morir. Quizás en otro recodo todo volviera a ser como antes. Pero desde ese momento sigo alcanzando cotas, subiendo rampas, bajando pistas, doblando recodos. Y cada vez, cuando asomo los ojos con la confianza (cada vez menor) de ver la mutación del entorno, descubro desolado (cada vez menos) que todo continúa igual. Un paisaje radioactivo. Ceniciento. Opaco. Sin agua. Sin provisiones. Y un solo pensamiento. Sólo una salida. Seguir caminando. Poner un pie delante del otro y el otro delante del otro y el otro delante del otro. Siguiendo a tu nariz. Buscando el recodo definitivo. Tántalo moderno. Y lo peor es la escondida sensación de que ese recodo no existe. Que estaba en otro camino. En aquella o aquellas bifurcaciones a las que llegaste. Aquellas en las que tuviste que decidir izquierda o derecha. Jugándotelo todo. Y lo hiciste. Lo hiciste. Con dos cojones. Y todavía no sabes -aunque lo intuyes- si la elección fue la apropiada. Puta ruleta. Puta suerte.

jueves, 19 de enero de 2012

Munch y la locura

Sentado frente al cuadro. Atardecer. Óleo sobre lienzo. Es una mañana de sábado tranquila en el museo. Algunos turistas italianos y poco más. Una buena mañana para venir a visitar a viejos amigos. Hoy toca Munch. Evening.

La escena retrata un momento anodino de un día cualquiera, de una tarde cualquiera, en el campo. Un campo cualquiera. En primer plano, ocupando la izquierda de la imagen, una mujer sentada, vestida con traje de faena en tonos azules y protegida con un mandil blanco. Sus codos reposan en sus piernas. Las manos, asidas, dejan intuir sus dedos entrecruzados. Inclinada ligeramente hacia adelante, sus fuertes hombros parecen cansados después de una larga jornada de trabajo. Es de complexión recia. Cuello ancho y largo pelo recogido en una coleta que cae sobre la espalda. Piel curtida por la exposición al sol. Mentón cuadrado. Está tocada con un gracioso sombrero cónico de paja, de ala no muy ancha. La visera sobre los ojos le proporciona una sombra protectora ante la luz de un atardecer que no está presente en el lienzo, pero  que se intuye molesta y se infiere por el conjunto de sombras proyectadas sobre los ojos o sobre el blanco delantal. Son, quizás, las únicas sombras del cuadro.

Mientras observo la pintura, escucho a Bartòk, Musik für Seiteninstrumente. Tras la figura de la mujer, el cuadro se llena de un verde rural, un prado silvestre delimitado por un conjunto de casas y cobertizos que terminan en un bosque frondoso. Al fondo, un perfil montañoso tenue y oscuro; en el medio plano y a la derecha, una pareja de campesinos parece conversar. Mientras, él pesca a orillas de un pequeño estanque o río y ella está a su lado. Una imagen apriorísticamente bucólica. El merecido descanso que la caída del sol otorga a la vida del campo.

Sin embargo, el foco de atención del cuadro reside en los ojos de la campesina que está sentada en primer plano. Esos ojos perturbadores y perturbados que hacen al observador prescindir del entorno y caer hipnotizado ante ellos. A una distancia de tres o cuatro pasos, parece que fueran unos ojos abstraídos, como cuando nos quedamos con la vista fija, bloqueada, pero sin ver, perdidos en pensamientos profundos o, también, perdidos en esos raros momentos en los que nos es dado no pensar en nada. Esos momentos de ataraxia o nirvana en los que la mente se toma un respiro. Todos los hemos vivido. Por alguna extraña razón, los ojos se agrandan, no existe necesidad de pestañear, no se mueven, y uno siente cómo los lagrimales empiezan a funcionar produciendo más lágrimas que de costumbre, inundándonos y derramándose, frías, por nuestras mejillas, sin haber mojado nuestros globos oculares, cada vez más secos e irritados, más dolidos. Hasta que nuestro cerebro sale de su estado y conseguimos volver a pestañear devolviendo las cosas a su estado natural.

Así pareciera estar en ese instante capturado por Munch su campesina. Pero basta dar un par de pasos en su dirección, acercarnos a sus ojos y sentir cómo nos asomamos al vacío, al precipicio, al abismo de la locura. En su estado incipiente, previo, latente. En ese momento en el que todo se detiene presagiando una explosión. Esos ojos retratados por Munch provocan el miedo cerval que todos sentimos ante la amenaza de caer en las profundidades de la locura. Un miedo que él ha sabido provocar con un dominio excepcional de sus pinceles. El miedo que existe detrás de tantas y tantas preguntas que nos hacemos mirando el cuadro. ¿Es una loca que ya lo era o es una mujer que se está volviendo loca en ese preciso instante?  ¿Le ha trastornado la conversación que a retazos llega a sus oídos desde donde está la pareja hablando?  ¿Es acaso su marido requebrando a una vecina?  ¿A su hermana?  ¿A su hija?  Lo que ha oído o está oyendo... ¿le está haciendo perder la razón hasta el punto de pensar en el asesinato del hombre?

Mil preguntas. Mil inquietudes. Y miedo. Miedo por lo que puede haber pasado (¿y si está sentada después de haber perpetrado ya el crimen?)  Miedo por lo que puede pasar (¿y si está imaginando cómo acabar con los adúlteros?)

Pero Munch no lo desvela. Me deja ahí, en la duda. Como cada día que vengo.

miércoles, 11 de enero de 2012

Cambio de año

Hemos cambiado el año en Berlín. Sin aspavientos, aparato ni boato. Asistimos a la representación del Barbero de Sevilla en la Deutsche Oper. De camino al teatro ya se empezaban a sentir las primeras detonaciones festivas. Jugué al triste juego de imaginarme trasladado a otro Berlín, en otro tiempo. La luz de esta ciudad pone trampas muy bien urdidas para imaginarte en gris o en sepia. Bajábamos por la Bismarckstrasse desde la plaza Ernst Reuter. Pocos coches rompían el defectuoso silencio salpicado de destellos seguidos de explosiones. Solos, enfundados en nuestros abrigos, con las manos en los bolsillos y las cabezas bajas buscando el calor de nuestros cuerpos, compartíamos hablando animadamente las últimas horas del año. Y yo cambiaba las fachadas modernas por aquellas sabidas imágenes de escombros fríos y grises. Trocaba el olor de ahora, el perfume de magnolia de mi mujer, por el olor de aquel entonces...

Quería imaginarme cómo fue, sabiendo que no lograría más que una pobre imagen cinematográfica. Y pensaba en las líneas de Onfray; ¿dónde se encuentran los puntos de referencia útiles para aislar por un lado la metáfora, incluso bajo la forma de una película, y por otro lado la historia, a fin de distinguir clara, radicalmente, ficción y verdad histórica?  ¿Hasta qué punto se tolerará que lo ficticio sirva como prueba de lo real, la metáfora como demostración de la historia? ¿Desde cuándo el cine tiene el mismo valor ontológico que el mundo que escenifica?  Así que no llegaba en mis ensoñaciones más que a un pobre cliché. Aún así, respirar ese aire, estar ahí, sospecharlo todo, me sobrecogía.

Y jugando y hablando llegamos. Expectantes como siempre por el tratamiento escenográfico que le darían a este Barbero. Es una ópera difícil, cargada de recitativos que los directores de escena actuales se esfuerzan en hacer ligeros y digeribles proyectando la acción sobre todo tipo de ambientes disparatados. Así se ganan la atención de la parte del respetable que no llega a dejarse captar por la magia de la música o la poesía de la acción. Aún así, no esperaba lo que vi. Desde luego que no.

Un cliché caricaturesco y burdo de una España de pandereta, repleto de arquetipos y lugares comunes fáciles, bochornosos y rancios. Un repertorio carpetovetónico que ya no existe en nuestro armario. Un decorado que muestra una calle de Sevilla. En la cima del edificio más alto, un luminoso de ¡cajamadrid!. Ropa tendida o tendiéndose durante toda la representación. Marujas y marujos sin otra ocupación durante todo el día que la de estar asomados a ventanas o acodados en balcones para ver pasar la vida...

En los primeros compases de la obertura, un desfile de izquierda a derecha y de derecha a izquierda de todos los personajes que la imaginación germana ha creado para representar la realidad española: grupos de monjas avanzando a saltitos como gallinas siguiendo a una superiora autoritaria y vigilante; un monje franciscano tirando de un pollino (personajes que arrancaron estentóreas carcajadas al auditorio); un grupo de dudosos caballeretes con pantalones excesivamente ajustados y profusamente estampados, todos ellos con patillas a la "currojiménez", con gafas de sol tamaño XXL, sombreros, camisas floreadas y anudadas en el ombligo o chalecos que daban marco y balcón a pelambreras pectorales excesivas, de los cuales tres o cuatro portaban guitarras -todos sabemos que en España paseamos indefectiblemente con guitarras, faltaría más- y que se arrojaban como animales sobre la primera fémina que se les cruzaba por delante. Por no hablar del "chuloplaya", de los hippies que aprovechan las barcas varadas en la arena de nuestras playas para dormir o follar, de la consabida pareja de la guardia civil con sus tricornios (ahí también me reí yo, no lo voy a negar). O ese momento espléndido en el que se encuentran frente a frente un señorito andaluz conduciendo un descapotable clásico y un tractor conducido por un campesino arrastrando un carromato. Ante la discusión estéril sobre la precedencia, todo se soluciona -a la manera de la mejor tradición hispana- con un rápido cambio de billetes de un bolsillo a otro, con lo que el carromato queda en el centro del espacio escénico. En él se desarrollará la acción que describe el libreto, y a su alrededor, la recreación de la realidad española según los ojos del director de escena: revolcones hetero y homosexuales a plena luz del día, una señorita nibelunga en bikini, otra vikinga que aparece para ducharse en escena (en la ducha del paseo marítimo), el desarrollo de cómo se pergeña la calumnia basándose en un equívoco de tintes pederastas, un voyeur de prismáticos atisbando jamonas en la playa, locazas en busca de pigmaliones, rateros y golfos en pos de una nueva víctima, guiris (inequívocamente alemanes) despistados con mapas, sandalias y calcetines,...

Un mosaico polícromo de estupideces y disparates (la playa de Sevilla) que divirtieron mucho a mis compañeros de platea y que a mí me sumieron en un estupor cruzado de vergüenza. ¿Así es como nos piensan aquí?  ¿Esta es la idea que de nosotros tienen?  ¿O es que la ópera bajó unos peldaños para hacerle un guiño al rebaño y ganar así adeptos?  Tenía en mejor concepto a este pueblo. No entreví ningún gesto de rechazo, todo lo contrario. La caricatura encontraba eco en el graderío y éste estallaba en carcajadas sincronizadas. Todos complacidos. Ninguna protesta. Ningún gesto hosco. Todos rindiendo tributo a la caricatura deformadora y simplificadora, incluso falsa. Característico de mentes simples, que siempre prefieren el guiñol a leer de primera mano.

Ese Fígaro travestido en estilista de salón de diseño rural, mujeriego de pelo largo recogido en coleta posmoderna, buscavidas listillo y celestino que recuerda al chuloplaya más casposo, castizo y español que -forzoso es reconocerlo- todos los de mi generación hemos conocido alguna vez.

Decía que hemos cambiado el año y que el nuevo nos pilló en Berlín. Decía que lo hicimos sin boatos. Así fue. Unos minutos antes del fin, tras finalizar la triste representación (aunque buena en voces) estábamos los dos devorando unos bratwursts que compramos en un chiringuito de Alexanderplatz. Después subimos a nuestra habitación (la siete de la planta diecisiete) del feísimo Park Inn. Con los grandes ventanales de la habitación abiertos, orientados a la Puerta de Brandenburgo, podíamos ver lo que ocurría en la ciudad. A nuestras espaldas, el canal internacional de la televisión española vomitaba el mismo espectáculo rancio de todos los años. Esta vez, la ñoña Igartiburu y el penoso Mota intentaban hacer algo diferente con un estrepitoso fracaso. Era tan casposo que apagamos el cacharro. Supimos del cambio por los fuegos artificiales de la ciudad. Dimos la espalda a lo conocido y nos encaramos con una manera diferente de celebrar.

De repente, el tiempo se congeló un segundo. Supimos que había sucedido. Estábamos en otro año. Nos besamos y nos deseamos lo mismo que cada uno quería para sí, que siempre es lo mejor que podemos desear.

lunes, 9 de enero de 2012

La última noche del año

Treintaiuno de diciembre de dosmilonce. A punto de pasar de año y esta vez nos pilla en Berlín. Escribo acodado en una mesa de la Literaturhaus, calle Fasanen o Fasanenstrasse, como dicen por aquí. Hace ya una semana que paseamos por esta ciudad. Duelen los pies. Duelen las piernas. Son muchos los kilómetros recorridos por calles y museos. Afuera retumban los petardos. Algunas cosas no cambian, estés donde estés. Puedes estar en España, en Brasil, en la República Checa, en Hungría o en Alemania; puedes meter la cabeza en algún agujero en cualquier parte... todo inútil. Este día es un día de ruido. Un conjuro atronador para intentar mantener alejado el lado oscuro, las brujas, los fantasmas, el mal. Una pulsión tan vieja como el mundo. Luz y ruido. Los dos bálsamos que mantienen a raya el miedo. Que nos hacen sentir seguros.

Fuera hace frío, aunque no tanto como cabría esperar. Las calles, a estas horas, están desalojando transeúntes. Me imagino que todos van camino de sus casas para preparar mesa y viandas para la celebración tradicional de esta noche. Nosotros, al contrario, vamos en dirección a la Deutsche Oper. Fígaro nos espera para celebrar con nosotros otra cosa. El Barbero de Sevilla será la última ópera del año. No es mala forma de abrochar el dosmilonce y meterlo en el cajón de los sueños rotos (donde, por otra parte, están todos los años que ya han pasado). Un año complicado, que empezó hace trescientosesentaicinco días en Baqueira. Un año en el que he perdido mi puesto de trabajo y he ganado otras cosas, más importantes. Un año en el que me he conocido más y mejor y en el que he podido cerrar algunos aspectos negativos que me hacían perderme, que me impedían ser yo y dedicarme a lo que realmente amo. Un año en el que ha nacido la segunda hija de mi amigo/hermano, a la que aún no conozco y conoceré en pocas semanas. Un año en el que siguen cayendo a mi alrededor supuestos amigos y se sigue irguiendo el edificio de mi amor.

Y este viaje, como siempre en estas fechas, tiene también este otro objetivo. Abrochar y echar el cierre a otro año, despojarnos de la piel vieja y renacer con una nueva, limpia, fresca. Otros significados de estos viajes son el conocimiento, la búsqueda de la belleza en todas sus manifestaciones, otras gentes, otras costumbres, otros aires. Pintura, música, danza, ópera, escultura, arquitectura. Imbuirnos de lo mejor que se ha podido producir por estos lares, hacerlo nuestro, integrarlo en nosotros, hacernos mejores...

Esta siendo una semana agotadora. Desde hace meses habíamos planeado todo, como nos gusta hacer, para poder después improvisar a voluntad deshaciendo todos los planes si se nos cruza algo mejor o más atractivo. Todas las expectativas se han cubierto. Estamos rebosantes de belleza, de otros aires, de la otredad de este lugar.

Las veladas han sido espectaculares: una Boheme, una 9ª de Beethoven, un concierto para violín de Chaikovski, sendas noches musicales (Bach y Vivaldi) en la Berliner Dom, una Flauta Mágica, el Barbero de esta noche y el Lago de los Cisnes de mañana. Si hubiéramos permanecido más noches, habríamos tenido ocasión para más cosas. Tendríamos más tesoros para nuestra cueva. Pero Cronos y Mercurio mandan. Hay que volver.

Berlín da para todo ello y para más. Existe tanta oferta y de tanta calidad, que no puedo evitar la comparación con mi país y la pregunta de qué hacen allí los dirigentes de la cosa cultural. Cómo es posible que algo como la ópera siga perteneciendo a una minoría y no se abra al gran público. He podido ver aquí gente muy joven. Incluso bebés y parvulitos llevando sus peluches como complemento perfecto para disfrutar del espectáculo, acompañados por sus padres. Acostumbrándose y aprendiendo a amar la música. Sin esnobismos. Sin gilipolleces como aquí, donde ópera es sinónimo de otras cosas. Donde los teatros líricos se pueblan de pintamonas y señoronas sin ningún tipo de preparación ni amor por lo que se desarrolla delante de sus narices. Donde se utiliza la ocasión como oportunidad para epatar, para desmarcarse, para lucirse. Aquí, donde el acceso a ello está reservado a políticos, subsecretarios o directores. Donde las entradas son moneda con la que se pagan favores o se gratifican influencias o enchufismos a gente que no entiende nada, pero que va para pertenecer a la casta superior, y luego dormitan o duermen profundamente (incluso con ronquidos) ocupando sitios que mejor servirían a los que, desde el paraíso, saben lo que ven y oyen y disfrutan del arte. Esos del patio de butacas que tanto tosen, quizá como reacción alérgica a la trama incomprensible de lo que se desarrolla en el escenario.

Es momento de gritar ¡más teatro!, ¡más ópera!, ¡para todos!  Preparemos a nuestros hijos. Eduquémoslos en la belleza. Hagámosles amar lo que merece ser amado. Trabajemos desde la base el gusto por el arte. Hagamos de ellos seres hedonistas y libertarios. Liberemos al Arte de las garras del mercado y del esnobismo. Hagámoslo necesario como el aire.

Malo no puede ser.

jueves, 5 de enero de 2012

Veinticuatro de diciembre

Ayer, veinticuatro de diciembre, volví a no celebrar la Navidad. Y ello fue en sí mismo una celebración. Celebré no celebrar mientras más de medio mundo celebra. Junto a mi socia, cómplice, compañera y amor, o mi amor, compañera, cómplice y socia, decidimos, como cada año, hacer de esta noche una noche normal. Es más, decidimos celebrar un almuerzo de Nochebuena, o de Tardebuena.

Esa misma mañana salimos a dar un paseo por nuestro Madrid. Barrio de las Cortes, Barrio de Las Letras, Puerta del Sol,...  Nuestro universo particular, de calles entrañables y canallescas, transitada y cruzada por personas que sólo encontrarás por aquí: tipos rufianescos, inmigración venida de todo el mundo, abueletes que pasean sus calles de siempre para comprobar día a día cómo van cambiando para seguir siendo las mismas, perroflautas que van a lo suyo, sin meterse con nadie, esperando un nuevo detonante que los lleve de nuevo a acampar a Sol, democraciarealya.com. Gentes de la bohemia, de las artes, del pensamiento, de la convivencia. Habitantes y pobladores de Chueca, Latina, Austrias,...  Pinceladas maestras que convierten  el lienzo de nuestro barrio en arte vivo. Nuestro barrio.

Y paseábamos sin rumbo cuando, flanêurs irredentos, hablando de todo y nada, subiendo por la calle del León, llegamos a las vitrinas de González, nuestra charcutería preferida, resistente allí desde milnovecientostreintayuno. Y lo llamo charcutería porque también lo es, como demuestra el mejor género de productos del cochino, el mejor queso de cualquier zona de España, ese membrillo epifánico o aquella dignísima selección de nuestros mejores vinos. Pero podría llamarlo también bar de copas, refugio a cualquier hora que te permite sentarte a una de sus mesas y catar las viandas que ofrecen detrás del mostrador regadas por cuidadísimas copas de vino. O podría llamarlo cabaret o café concierto un par de días a la semana en el que ofrecen actuaciones musicales de artistas de exquisita calidad.

Solo abrir su puerta me hace ya viajar. Los olores de los quesos y la chacina, concentrados, se liberan y van a tu encuentro, asaltándote. Y me transportan al pasado, cuando niño aún iba a hacerle los recados a mi madre al ultramarinos (palabra-negocio olvidado o en desuso) de la esquina de Gutierre de Cetina con Alcalá. Ese mismo olor mezclado, entre picante y dulzón, al que aquí le falta el de la salazón de arenques expuestos en barril que tenían allí. Esa barrica de cadáveres brillantes con ojos abiertos que hipnotizaban a aquel chaval de pantalones cortos...

Entramos y olisqueamos. Echamos un vistazo al género, nos miramos y decidimos entre risas darnos un homenaje de Tardebuena. Escogimos los embutidos más delicados (poco de cada uno), el queso manchego más curado, un trozo generoso de fragante membrillo, un par de botellas de la ribera del Duero y jamón pecaminoso. Disfrutamos de la ceremonia del corte y de los regalos de cata de cada vianda, del gracejo castizo del dependiente. Hicimos del momento una ocasión excelsa y después de pagar nos fuimos y no hubo nada.

Con lágrimas en los ojos por el frío y la emoción presentida de los placeres que nos aguardan, llegamos a casa para disponer las viandas. Descorchamos una de las botellas para acomodar el estómago y el espíritu. Mientras, mi mujer horneaba pan para el almuerzo. Entre copas, harina y risas, escuchando a Harry Connick, vestimos la mesa con gran ceremonia. El almuerzo de Tardebuena transcurrió en animada conversación, con los ojos en blanco cada vez que probábamos alguna de las delicadezas que brillaban sobre la mesa, trasegando vino y riéndonos.

Bebimos mucho y bien. La forzosa y prolongada siesta tras el café fue más profunda que de costumbre. Después, un buen rato de lectura, algunos preparativos de última hora para el viaje del día siguiente y el calor bendito de las plumas de nuestro edredón.

La navidad nos pilló durmiendo.