jueves, 15 de marzo de 2012

Libros. Libros

Estoy frente al mar. En un día gris perla, pesado, de aire eléctrico o viciado, no sabría definirlo bien. Un día en que el horizonte no existe o parece estar enfrente de nosotros al alcance de la mano porque el cielo y el mar se han mimetizado, produciendo la ilusión de poder alcanzarlo. Una sensación que hace volar mi mente...

-"¡Te echo una carrera hasta la raya!".

Remembranzas de mi niñez, juegos con mis hermanos en playas siempre mediterráneas, siempre calientes, siempre confiadas. Recuerdos de piel quemada invariablemente. Olor de loción reparadora y del frío que sentía cuando mi madre me la aplicaba, amorosamente. Oscuridades artificiales de viejas persianas verdes para dormir obligado una siesta a la que siempre me resistía pero en la que caía tarde tras tarde, dándole la razón a esa madre protectora y vigilante. Desayunos de pan caliente y azúcar impregnado de aceite de oliva. Dulzor del cacao mezclado con aquella leche fuerte, recia, verdadera. Una leche que no he vuelto a probar. Almuerzos con papá. Sorprendentemente con papá. Sorprendentemente familiares en sabores y texturas, porque siempre fueron vacaciones para todos menos para mamá, que seguía oficiando los mismos milagros cotidianos aunque los fogones fueran distintos. Pobre mamá. Y para ella también eran vacaciones. Siempre conformándose. Siempre estricta. De sonrisa difícil.

Y la temida hora del trabajo escolar. Gracias a mi pereza, a mi repulsión al dogma escolar, año tras año conseguía amargar un punto la armonía familiar cosechando fracasos matemáticos de forma matemática que, como una mochila, llevaba conmigo a cualquiera fuera el rincón que mis padres buscaran para su solaz anual. Persistentes esfuerzos para despistar, para evitar la odiada hora del trabajo de recuperación. Esa hora que no pasaba nunca. Ese reloj que se ablandaba hasta el punto de atrapar en su viscosidad al minutero, inmóvil, muerto. Excusas fantásticas que rebotaban siempre en el muro materno que, sin bajar la guardia, vigilaba el cumplimiento de mis obligaciones. El olor de esos cuadernos, de esos libros producidos y comercializados por ogros y otros monstruos odiosos que hacían del sufrimiento estival infantil un mercadeo indigno, llena hasta hoy mis narices. Lecciones explicadas por papá barnizadas por su decepción al comprender que su primogénito nunca tendría la capacidad de desarrollar una comprensión matemática de la vida. Decepción acendrada por el hecho de entender que la docencia jamás sería una de sus cualidades. Y siempre, invariablemente, la suma de esos factores daba como resultado las pequeñas tragedias cotidianas que hacían aparecer el oráculo de futuros fracasos académicos que terminarían convirtiéndome poco menos que en un pordiosero, o vagabundo, o mendigo, o inútil. Tales eran las predicciones de mi madre, siempre de ella, puesto que mi particular profesor hacía mutis en busca de una televisión en la que ver el partido de fútbol de turno.

Pero yo sabía que siempre, una vez amainada la tormenta, podría volver al mar. Y que siempre podría encontrar en su contemplación el refugio ante tamaña catástrofe futura. Oyendo sus olas me volvía Sandokán y sabía que los Mares del Sur serían mi destino. Tendría una tripulación fiel de piratas malayos y viviría del saqueo y rapto de princesas portuguesas. Otras veces era el Corsario Negro, ayudando al Guerrero del Antifaz en su sempiterno rescate de doña Ana María. Y cuando algún ramalazo de Peter Pan hacía su presencia, entonces era un Capitán de Quince Años, al mando de un barco velero buscando una Ballena Blanca antes de que Achab hiciera de las suyas. Fértil mezcla de fantasías y lecturas... Porque esa era mi vocación. Mi afición. Mi pasión. Mi futuro. Leer. Vivir aventuras y viajar a rincones lejanos e ignotos. Sentir en mi pelo largo el viento de las praderas mientras mis pies hollan, silenciosos, las altas hierbas en las que rumian bisontes que próximamente me servirán para levantar un tipi y comer una sabrosa y dura carne. Ser Uncas, amigo de Ojo de Halcón sintiéndome el último de una estirpe de guerreros orgullosos y salvajes. Siempre estuve del lado de los pieles rojas. Su comunión con la naturaleza, su sencillez, su determinación para seguir adelante a pesar del sistemático exterminio al que estaban sometidos, su nobleza de raza extinta o por extinguir, todo ello inclinaba la balanza de mis afectos. Incluso hubo un momento en que entendí a Magüa, el hurón, en su errático comportamiento, que no era, lo entendí mucho más tarde, más que una actitud revolucionaria digna de encomio si la comparamos con las educadas maneras de los refinados generales franceses e ingleses.

Viajar. Transportarme. Aprender de otros sitios, de otras gentes. Acompañar, como Passepartout, a Phileas Fogg o, mejor, ser Phileas Fogg mismo, encontrando soluciones, aplicando inventiva y manteniendo una flema que, ahora lo sé, jamás tendré. O como Huckleberry Finn, vivir en el Mississippi, oler el vapor de los barcos que surcan arriba y abajo sus aguas. Tener un amigo como Tom y hacerle la vida imposible al malencarado del Indio. O, en homenaje a mi primer libro regalo de mis padres, a esa novela de London, adoptar un cachorro de lobo sin saber nunca quién adopta a quién. Y correr sin freno por las blancas sendas del Yukón comprobando que no existe mayor fidelidad que la que proviene de la irracionalidad de un perro. Que no hay mayor prueba de afecto que sentir la humedad fría de la trufa de tu perro cuando busca tu caricia mientras estás sentado leyendo, alejado de todo, olvidado por todos, habiéndolo olvidado todo.

Libros. Libros. Mi pasión. Mi amor. El único equipaje a lo largo de mis viajes. Yo, que como Alberti postulé que hay que vivir desnudo, ligero de equipaje como los hijos de la mar, me doy cuenta de que mi movilidad física se ve imposibilitada por la ingente cantidad de palabras que llevo conmigo. Libros que son impedimenta pero que por otro lado me dieron las alas que ahora tengo, instrumentos que me elevan, que me sustraen de la basura que me rodea. Aquello que me sujeta a los espacios físicos me da la leveza suficiente para volar.

Y por ellos, por los libros, llego a la belleza. A comprenderla, a buscarla, a hacer de ella la pauta de mi existir. Esa belleza que se oculta tras las cosas. La que no es evidente más que para los iniciados. Una cualidad que en los tiempos que corren se empeñan en hacer desaparecer. Esa que se resiste a los ataques y que pervivirá siempre.

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