jueves, 23 de abril de 2015

Mi vida como una hormiga (V)

Estación de Atocha. ¿Cómo irá hoy? ¿Qué me encontraré?. Cambian las caras, cambia el entorno, pero todo sigue siendo igual. Mensajes indirectos en los periódicos. Presión demoledora. En los tiempos que corren, una persona de cincuenta años que cae en las garras del paro está condenada irremisiblemente a vagar hasta el fin por ese hades que nuestros próceres han preparado para nosotras, las putas hormigas.

Y uno no puede hacer más que lo que hace. Resistir. Luchar. Tragar toda la mierda que diariamente te sirven en bandeja para impedir que seas expulsado de esta balsa de la medusa. Agachar la cabeza cuando, en lo más profundo de tus entrañas te gustaría escupirle a "esos" a la cara lo que te corroe por dentro. Hacerte cómplice de trapicherías, mamoneos y otras mierdas. Nadar intentando que, al menos, la mierda viscosa que te rodea no te llegue al cerebro. Que no cubra tus neuronas y te haga cambiar. Cuidar tu cueva. Blindarla para que las arremetidas del enemigo no derrumben tus defensas. Conservar limpios tus paraísos, que son pocos. Aquello que siempre ha contribuido a proteger tu integridad, a salvaguardar tu intelecto. Aquello que te hace diferente.

El tren arranca. Me dejo mecer por la vibración que transmiten sus ejes. A mi alrededor, hormigas con alas, esa categoría superior, han abierto sus ordenadores. Necesitan estar conectados para que les vean desde sus oficinas centrales. No vaya a ser que piensen que durante las horas de trayecto son improductivos. Qué asco. Cuánta basura.

Leo en el periódico una frase que capta mi atención. De Gabriel Marcel. "Cuando uno no vive como piensa, acaba pensando cómo vive"...

¿Me he planteado seriamente cuál es el sentido o el rumbo de mi vida? Es posible que mis fracasos deriven de este no tan simple hecho. ¿Este camino es producto de una decisión nítida y categórica surgida de mi interior? En cualquier caso, existiendo un factor incontrolable como es el entorno, no tiene sentido atacar la cuestión desde ése ángulo. Si el entorno cambia o muta, si las premisas iniciales no se mantienen, entonces las decisiones que se toman no se revisten de tanta importancia. Y de ahí surge el cambio continuo. Cuando las paredes de la habitación comienzan a estrecharse, hay que salir de la habitación antes de resultar aplastado.

Así que uno reflexionó y decidió vivir como pensaba. Encaminó sus pasos por el camino que más se ajustaba a sus necesidades y preferencias. Apretando el culo, avanzó por él. Se internó por veredas, bosques, valles y montañas que le gustaron hasta que, súbitamente, al doblar un recodo, se encontró con un paisaje desolador. Todo había cambiado. Aridez. Sequía. Desolación. Tristeza. Este ya no era su camino. Aquí no disfrutaba caminando.

Pero tenía que seguir. Pararse significaba morir. Quizás en otro recodo todo volviera a ser como antes. Pero desde ese momento sigo alcanzando cotas, subiendo rampas, bajando pistas, doblando recodos. Y cada vez, cuando asomo los ojos con la confianza -cada vez menor- de ver la mutación del entorno, descubro desolado -cada vez menos- que todo continua igual. Un paisaje radioactivo, ceniciento, opaco, sin agua, sin provisiones. Y sólo un pensamiento. Sólo una salida. Seguir caminando. Poner un pie delante del otro y el otro delante del otro. Siguiendo a tu nariz. Buscando el recodo definitivo, Tántalo moderno. Y lo peor es la escondida certeza de que ése recodo no existe. Que estaba en otro camino. En aquélla o aquéllas bifurcaciones a las que llegaste en otros momentos pasados. Aquéllas en las que tuviste que decidir izquierda o derecha. Jugándotelo todo. Y lo hiciste. Lo hiciste. Con dos cojones. Y todavía no sabes -aunque lo intuyes con más fuerza a cada minuto- si la elección fue acertada. Puta ruleta. Puta suerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario