martes, 21 de abril de 2015

Mi vida como una hormiga (I)

- ¡Un gurú!. Eso es lo que tienes que ser. En eso tienes que convertirte. Es la única forma de conseguirlo. Debemos ser una secta. Pero que no se note...

Los ojos desorbitados.Vidriosos. En trance, como siempre que hablas del nuevo proyecto. El aeropuerto, abarrotado a esas horas de la noche, muestra la galería de horrores usual: pobres diablos disfrazados de laboriosas hormigas vestidas con trajes baratos de cortefiel a imitación de los trajes caros de Zegna, Boss o Armani de sus patronos, con cara asustada y cortes de pelo anodinos, acarreando maletines y trolleys de imitación y con el móvil a manera de apéndice indisociable de su rostro, al que gritan, suplican, o con el que justifican o destrozan a algún colega que tengan en su punto de mira. Todas las hormigas laborando afanosamente por no quedarse fuera del hormiguero. Aceptando misiones, horarios o responsabilidades de forma abnegada y ciega. Sin preguntarse, sin cuestionarse, sin plantearse nada. Seres grises o azules con una misión y un horario, que ya no se ven en el espejo.

Mataría por una copa de vino, pienso. Por una copa de vino y un cigarrillo. Puta ley de mierda que me ha convertido en un proscrito. Como si hiciera falta una nueva normativa para hacerme sentir así. Algunos somos proscritos desde la cuna.

- Podemos hacernos millonarios, cubriríamos un veinte por ciento del mercado con esta acción, pero debemos ser rápidos. Tienes que darte prisa...

Qué hijo de la gran puta, pienso. Tú vas a hacerte millonario. Tú vas a disfrutar del beneficio. Yo voy a partirme el lomo para convencer a algunas hormigas de lo maravilloso del proyecto, en el que, por cierto, has tenido muy poco que ver, cabronazo. Una vez más me has robado mis ideas y las has hecho tuyas maquillándolas un poco y cambiando cuatro gilipolleces. Precisamente las cuatro gilipolleces que pueden hacer que todo se tambalee.

- Imagina que en poco tiempo podremos hacer esto mismo en nuestro propio avión, cubriendo cuatro o cinco ciudades en un día...

Pero yo quiero descansar. Me aburre tu charla vacía. Tu discurso ambicioso. Yo quiero leer, escribir, salir a la montaña. Quiero beber mi vino admirando la cara exótica de mi mujer. Quiero follármela saboreando cada milímetro de su piel, como hacía cuando no te conocía ni trabajaba para tu empresa de mierda. Me jode tu presencia. Me jode tu ambición. Me jode tu ignorancia y tu dinero. Y me jode sobremanera viajar contigo. Aguantar tu verborrea inculta, guardar silencio en medio de tus ventosidades cerebrales, jugar a adivinar tu siguiente frase con un margen de error mínimo, porque desde que te oí por primera vez, nunca me volviste a aportar nada nuevo. Todo ello me ha llegado a crear una capacidad que ignoraba en mí: la de hacerte creer que te escucho, incluso con interés, mientras pienso en la mierda que me rodea, o me dejo llevar por las sensaciones del último beso que he dado a las preciosas tetas de mi mujer, o me río de los pobres cabrones que corretean a nuestro alrededor luciendo horrorosos relojes en sus muñecas, que consultan insaciablemente, como en un tic nervioso.

He engordado unos kilos últimamente. Me jode. Los pantalones me aprietan en la cintura. Hace unas semanas salí a la montaña con unos amigos y me noté más pesado. Tengo que vigilar esto, anoto mentalmente mientras pongo ojitos y asiento a algo que has dicho. Ni puta idea de qué. Siento que se disipa el cabreo que me ha cogido hace unos minutos, en el control de acceso a la puerta de embarque. Me ha tocado un rambo hijo de puta. Uno de esos seres anodinos, iletrados, uniformados y gilipollas que, por esos azares de la vida, se ve colocado en un puesto clave, en una posición en la que puede, por fin, ser alguien. Y el cabrón ha decidido ser alguien conmigo. Tres veces me ha hecho pasar por un arco de seguridad. Descalzo, casi desnudo. Toqueteado por sus manos torpes de aguerrido mercenario. He tenido que sacar el ordenador de la mochila, desenfundarlo de su bolsa roja antigolpes. Hasta me ha obligado a levantar la tapa. Y lo mismo con el proyector que últimamente llevo en mis desplazamientos para ilustrar las conferencias. Pásalo una vez. Vuelve a pasarlo desenfundado. Y para colmo, cuando cargado con cinco bandejas (ordenador, proyector, botas, chaquetón, chaqueta, mochila y bolsa de proyector) busco una mesa para volver a vestirme, llega a mi altura el gilipollas de turno:

- No hay que irritarse. Es por nuestro bien. Todo en nombre de la seguridad.

Hijo de puta. Serás gusano y analfabeto. Díselo al próximo iluminado que agarrando un reluciente cuchillo de acero inoxidable made in Albacete, obsequio de la clase business, te raje la yugular y secuestre el puto avión en el que viajas. Colaboracionista. Puta hormiga. Si puedo, le contaré a tu mujer e hijos lo que me dijiste hoy, en tu funeral.

- Como te digo. Un gurú. Tienes que mejorar tus presentaciones. Tienes que ser magnético. Tienes que...

Asco. Tengo que aguantar que de tu purulenta boca salga tanta mierda.


No hay comentarios:

Publicar un comentario