miércoles, 11 de enero de 2012

Cambio de año

Hemos cambiado el año en Berlín. Sin aspavientos, aparato ni boato. Asistimos a la representación del Barbero de Sevilla en la Deutsche Oper. De camino al teatro ya se empezaban a sentir las primeras detonaciones festivas. Jugué al triste juego de imaginarme trasladado a otro Berlín, en otro tiempo. La luz de esta ciudad pone trampas muy bien urdidas para imaginarte en gris o en sepia. Bajábamos por la Bismarckstrasse desde la plaza Ernst Reuter. Pocos coches rompían el defectuoso silencio salpicado de destellos seguidos de explosiones. Solos, enfundados en nuestros abrigos, con las manos en los bolsillos y las cabezas bajas buscando el calor de nuestros cuerpos, compartíamos hablando animadamente las últimas horas del año. Y yo cambiaba las fachadas modernas por aquellas sabidas imágenes de escombros fríos y grises. Trocaba el olor de ahora, el perfume de magnolia de mi mujer, por el olor de aquel entonces...

Quería imaginarme cómo fue, sabiendo que no lograría más que una pobre imagen cinematográfica. Y pensaba en las líneas de Onfray; ¿dónde se encuentran los puntos de referencia útiles para aislar por un lado la metáfora, incluso bajo la forma de una película, y por otro lado la historia, a fin de distinguir clara, radicalmente, ficción y verdad histórica?  ¿Hasta qué punto se tolerará que lo ficticio sirva como prueba de lo real, la metáfora como demostración de la historia? ¿Desde cuándo el cine tiene el mismo valor ontológico que el mundo que escenifica?  Así que no llegaba en mis ensoñaciones más que a un pobre cliché. Aún así, respirar ese aire, estar ahí, sospecharlo todo, me sobrecogía.

Y jugando y hablando llegamos. Expectantes como siempre por el tratamiento escenográfico que le darían a este Barbero. Es una ópera difícil, cargada de recitativos que los directores de escena actuales se esfuerzan en hacer ligeros y digeribles proyectando la acción sobre todo tipo de ambientes disparatados. Así se ganan la atención de la parte del respetable que no llega a dejarse captar por la magia de la música o la poesía de la acción. Aún así, no esperaba lo que vi. Desde luego que no.

Un cliché caricaturesco y burdo de una España de pandereta, repleto de arquetipos y lugares comunes fáciles, bochornosos y rancios. Un repertorio carpetovetónico que ya no existe en nuestro armario. Un decorado que muestra una calle de Sevilla. En la cima del edificio más alto, un luminoso de ¡cajamadrid!. Ropa tendida o tendiéndose durante toda la representación. Marujas y marujos sin otra ocupación durante todo el día que la de estar asomados a ventanas o acodados en balcones para ver pasar la vida...

En los primeros compases de la obertura, un desfile de izquierda a derecha y de derecha a izquierda de todos los personajes que la imaginación germana ha creado para representar la realidad española: grupos de monjas avanzando a saltitos como gallinas siguiendo a una superiora autoritaria y vigilante; un monje franciscano tirando de un pollino (personajes que arrancaron estentóreas carcajadas al auditorio); un grupo de dudosos caballeretes con pantalones excesivamente ajustados y profusamente estampados, todos ellos con patillas a la "currojiménez", con gafas de sol tamaño XXL, sombreros, camisas floreadas y anudadas en el ombligo o chalecos que daban marco y balcón a pelambreras pectorales excesivas, de los cuales tres o cuatro portaban guitarras -todos sabemos que en España paseamos indefectiblemente con guitarras, faltaría más- y que se arrojaban como animales sobre la primera fémina que se les cruzaba por delante. Por no hablar del "chuloplaya", de los hippies que aprovechan las barcas varadas en la arena de nuestras playas para dormir o follar, de la consabida pareja de la guardia civil con sus tricornios (ahí también me reí yo, no lo voy a negar). O ese momento espléndido en el que se encuentran frente a frente un señorito andaluz conduciendo un descapotable clásico y un tractor conducido por un campesino arrastrando un carromato. Ante la discusión estéril sobre la precedencia, todo se soluciona -a la manera de la mejor tradición hispana- con un rápido cambio de billetes de un bolsillo a otro, con lo que el carromato queda en el centro del espacio escénico. En él se desarrollará la acción que describe el libreto, y a su alrededor, la recreación de la realidad española según los ojos del director de escena: revolcones hetero y homosexuales a plena luz del día, una señorita nibelunga en bikini, otra vikinga que aparece para ducharse en escena (en la ducha del paseo marítimo), el desarrollo de cómo se pergeña la calumnia basándose en un equívoco de tintes pederastas, un voyeur de prismáticos atisbando jamonas en la playa, locazas en busca de pigmaliones, rateros y golfos en pos de una nueva víctima, guiris (inequívocamente alemanes) despistados con mapas, sandalias y calcetines,...

Un mosaico polícromo de estupideces y disparates (la playa de Sevilla) que divirtieron mucho a mis compañeros de platea y que a mí me sumieron en un estupor cruzado de vergüenza. ¿Así es como nos piensan aquí?  ¿Esta es la idea que de nosotros tienen?  ¿O es que la ópera bajó unos peldaños para hacerle un guiño al rebaño y ganar así adeptos?  Tenía en mejor concepto a este pueblo. No entreví ningún gesto de rechazo, todo lo contrario. La caricatura encontraba eco en el graderío y éste estallaba en carcajadas sincronizadas. Todos complacidos. Ninguna protesta. Ningún gesto hosco. Todos rindiendo tributo a la caricatura deformadora y simplificadora, incluso falsa. Característico de mentes simples, que siempre prefieren el guiñol a leer de primera mano.

Ese Fígaro travestido en estilista de salón de diseño rural, mujeriego de pelo largo recogido en coleta posmoderna, buscavidas listillo y celestino que recuerda al chuloplaya más casposo, castizo y español que -forzoso es reconocerlo- todos los de mi generación hemos conocido alguna vez.

Decía que hemos cambiado el año y que el nuevo nos pilló en Berlín. Decía que lo hicimos sin boatos. Así fue. Unos minutos antes del fin, tras finalizar la triste representación (aunque buena en voces) estábamos los dos devorando unos bratwursts que compramos en un chiringuito de Alexanderplatz. Después subimos a nuestra habitación (la siete de la planta diecisiete) del feísimo Park Inn. Con los grandes ventanales de la habitación abiertos, orientados a la Puerta de Brandenburgo, podíamos ver lo que ocurría en la ciudad. A nuestras espaldas, el canal internacional de la televisión española vomitaba el mismo espectáculo rancio de todos los años. Esta vez, la ñoña Igartiburu y el penoso Mota intentaban hacer algo diferente con un estrepitoso fracaso. Era tan casposo que apagamos el cacharro. Supimos del cambio por los fuegos artificiales de la ciudad. Dimos la espalda a lo conocido y nos encaramos con una manera diferente de celebrar.

De repente, el tiempo se congeló un segundo. Supimos que había sucedido. Estábamos en otro año. Nos besamos y nos deseamos lo mismo que cada uno quería para sí, que siempre es lo mejor que podemos desear.

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